martes, 6 de septiembre de 2011

Los pollos


Miran desde la sombra, esperando el momento justo para cometer el más vil de los crímenes posibles: la sublevación. Pero, sin saberlo, nos hemos salvado de cualquier muestra de rebeldía por su parte, estandarizando la extensión de su vida y el peso de sus cuerpos. Miran desde la sombra porque en ella habitan y no conocen otro modo. Si llegara el día en que les fuera dado conocer el mundo fuera de las jaulas y criaderos que limitan la superficie de su vida, las grandes concurrencias de estos tiernos animales se tornarían en encuentros violentos, de los que sacaríamos la peor parte.

El pollo en libertad, suponen los criadores, podría reproducirse en proporciones bíblicas, pero llegarían a erigir sólo unas pocas civilizaciones desperdigadas y primitivas, debido a que la especie parece desprovista de la facultad del entendimiento mutuo.

A la fecha, es cierto, nadie ha muerto debido al cúmulo inconmensurable de sus picotazos suaves, pero también es verdad que son apenas unos críos cuando alcanzan el punto justo para librarse de todo mal y caer servicialmente sobre nuestros platos.

sábado, 27 de agosto de 2011

Sombras chinescas

i

A los seis años sostuve mi primera plática con mi sombra. Estaba proyectada sobre la pared de uno de los salones de la primaria en el que me había quedado durante el receso. Era casi del mismo tamaño que yo, salvo por las piernas largas y flacas que nacían de la suela de mis zapatos y avanzaban hasta la pared para erguirse en una silueta idéntica a mi cuerpo. Ahora que lo pienso, no me parece tan extraño que las demás sombras en la habitación se mantuvieran a ras de piso, proyectadas por esa luz alta del sol de la mañana y la mía estuviera de pie, contra la pared, respondiéndome.

—Hola —y:

—Hola —regresaba el eco de su voz.

En realidad hablábamos poco; se nos iba el tiempo en juegos más simples que las pláticas. Por ejemplo, yo levantaba mis juguetes y mi sombra levantaba las sombras de los juguetes; un camión escolar avanzaba sobre mi brazo camino a mi cabeza y, en la pared, otro se desplazaba a la misma velocidad. Conversamos un par de veces más a lo largo de mi primer año en aquella escuela, siempre bajo las mismas circunstancias: a solas, por la mañana, encerrados. Y cada una de las veces que nos encontramos se limitaba a repetir lo que yo decía, tal vez porque le daba pena hacerse de una voz propia siendo tan joven. Pero conforme nos encontrábamos con mayor frecuencia, más se soltaba a gritar frases propias, largas y sin sentido, similares a las mías, emitiendo un balbuceo difícil de entender pero articulado que años después se convertiría en su propia expresión.

Para mi duodécimo cumpleaños decidí olvidarme de esos encuentros. Eran tan frecuentes que comencé a sospechar que me refugiaba en ellos para ocultarme de algo más, de alguna cosa que me amenazara en el mundo fuera de los salones. De otra locura, tal vez. Llegué a pensar que cualquier otra actividad que llevara a cabo con tal de no sentirme como un desquiciado en medio de mi familia y, sobre todo, en medio de mis amigos, me haría llevar la fiesta en paz conmigo, así que dejé de frecuentarla, de buscar más charlas con ella, incluso dejé de mirar al piso en cuanto la notaba. Y mi sombra no opuso resistencia alguna, al contrario, se alejó bastante al notar mi indiferencia, haciéndose cada vez más larga conforme yo crecía.

Ya durante la secundaria me hice de otros amigos y terminé por comportarme como ellos en cierto modo. Conocí a Minerva. Era pelirroja y delgada, de un sexo francamente desbocado por alguna razón que no conocíamos antes de aceptarlo. Y lo recibimos sin hacer preguntas, conforme decidiera entregarlo. No fui el primero en verla desnuda ni el primero en tener relaciones con ella. La besé con indicaciones y referencias, con la memoria, con la confianza de saber que una mordida suave en los pezones haría que me apretara contra su cuerpo. Esa primera vez nos besamos sobre el único sillón de su sala, con las lámparas apagadas pero con la luz de la televisión detrás de mí, proyectando mi sombra sobre ella. No había notado todos los cambios que había sufrido mi sombra desde que dejé de buscarla en las paredes de aquel salón del sexto grado, por lo que la noté demasiado diferente, tanto como para desconfiar de ella. No sabría explicarlo mejor, pero me daba la impresión de que mi propia sombra me había estado dando la espalda desde que decidí apartarme de ella. En un principio desconfié al mirarla tan dócil, aunque siguió mis movimientos con naturalidad: cuando mordía los pequeños senos de Minerva, mi sombra se movía debajo de mí, procurando hacer lo mismo que yo; mi mano se desplazaba desde los senos hacía los hombros, buscando su cabello, y las sombras jugaban a lo mismo. Pero enseguida los movimientos de mi sombra comenzaron a ser más bruscos, y su silueta se hizo ridículamente más grande. Enseguida comenzó a ganar volumen, a levantarse mientras Minerva cerraba los ojos y me besaba y en un instante logró erguirse totalmente entre nosotros, me desplazó hacía atrás hasta derribarme y tomó mi lugar. A pesar del ruido de mi caída, Minerva no percibió el cambio, así que continuó besándola, acariciándola, creyendo que se trataba de mí; le tomó la nuca, la acercó hasta abrazarla para recargar la cabeza en su hombro y, entonces, me vio tirado en el piso. Me quedé inmóvil, observándolos, mientras mi sombra exhalaba con fuerza sobre su cuello y Minerva buscaba su oreja con los dientes. Apagué la televisión esperando que mi sombra se perdiera en la oscuridad de la habitación y salí de la casa sin decir nada, llevándomela contra su voluntad.

En cuanto llegué a casa me encerré en mi habitación y apagué la luz para no verla hasta el día siguiente. Sentí que mi sombra me observaba con desprecio desde la oscuridad y, aunque supuse que no respondería, le hablé como si hablara conmigo. Cometí el error de dar por hecho que me había comprendido o que habíamos llegado a un acuerdo cuando le dije:

—Prométeme que no vas a comportarte así otra vez.

Y ella respondió:

—Prométeme que no vas a comportarte así otra vez.

Los siguientes días procuré evitar a Minerva para guardarme una explicación que de cualquier forma no creería. También quise evitar la pena de ver a mis amigos, suponiendo que se hubieran enterado bajo qué circunstancias salí corriendo de casa de Minerva. No iba a poder explicar que mi sombra había menguado lentamente durante las siguientes horas hasta convertirse de nuevo en un objeto bidimensional y obediente, que yo no estaba satisfecho con su conducta y que nunca antes se había comportado así porque yo, habiendo previsto su posible desobediencia, dejé en claro quién era la proyección de quién.

Minerva y yo dejamos de vernos algunos años después. Así, mi sombra y yo pudimos dejar atrás aquel incidente a pesar de algunas disconformidades y fuertes discusiones. Ella continuaba alterándose con mucha facilidad en cada ocasión que se le presentaba, restregándose en cada mujer con la que tenía relaciones, intentando sustituirme como aquella vez con Minerva, desesperándome, hasta que años más tarde decidí dejar atrás todo y llevarme conmigo a mi sombra a otro lugar, lejos.

ii

El nuevo departamento estaba completamente desamueblado, salvo por una silla plegable dentro de uno de los cuartos. Quienquiera que haya vivido antes en aquel lugar, la había dejado mirando hacia la ventana y —según me dijeron— el piso llevaba desocupado varios meses; se notaba en la cantidad de polvo sobre el asiento maltratado. Me senté frente a la ventana a esperar la noche, con la luz eléctrica iluminando por dentro la habitación, y a pensar en cómo podría organizar todas mis cosas en aquel espacio. Mi sombra, por su parte, y como hacía mucho tiempo no la notaba, se había proyectado sobre una de las paredes, a pesar de que la luz estaba sobre nosotros, tal vez para mirar la noche conmigo. Pero su actitud había cambiado mucho en estos años, más que acompañarme parecía estar siempre obligada a permanecer en el mismo lugar conmigo. De pie, allí, sobre la pared, parecía nerviosa, moviendo sus piernas y llevándose las manos a la cabeza con mucha frecuencia. Aun así me tomó por sorpresa ver que en lugar de mantenerse quieta sobre el muro comenzó a dar vueltas por todo el lugar agitadamente, emitiendo una especie de alaridos roncos y desesperados, y en pocos segundos ya había escalado por la pared hasta el alféizar de la ventana para salir a la calle anochecida. Sólo permanecían sus piernas dentro de la habitación.

—¡Espera, espera! ¿Qué haces? —le pregunté alzando la voz mientras me acercaba a la ventana y sacaba el cuerpo para buscarla— ¡Hey, hey! ¿A dónde vas? —pero no pude ver nada, debido a lo espeso de la oscuridad. Metí de nuevo el cuerpo y cerré la ventana, preocupado por su indiferencia, sin saber si había ido a la noche para alejarse de mí y, en cuanto sonó el golpe de la ventana al cerrarse, escuché un grito que venía desde afuera, seguido de un escandaloso golpe sobre la banqueta.

Abrí de nuevo la ventana y saqué la cabeza esperando encontrar a alguien herido tirado justo en la entrada del edificio, pero no encontré nada. Estuve a punto de perder la cabeza cuando, después de entrar y cerrar la ventana por segunda vez, noté que mi cuerpo sólo proyectaba la sombra hasta la altura de mis rodillas. Salí enseguida a buscar la otra parte en la calle. Cuando caí en cuenta de que llevaba alrededor de una hora buscándola, me temblaban las manos y ya había perdido el aliento de tanto ir y venir, y a pesar de ello, di un par de vueltas más de arriba abajo de la calle, pero fue inútil: con la oscuridad apenas podía notar las sombras de los postes del alumbrado público descompuesto. Grité algunas veces sin saber cómo llamarla, apenas se me ocurría preguntarle:

—¿Dónde estás?

O pedirle:

—No te vayas, por favor, no te vayas.

Cuando volví a casa, el departamento estaba más frío y espacioso, y la oscuridad se notaba más callada que de costumbre. Fue terrible saber que, de pronto, me hallaba verdaderamente solo y que probablemente mi sombra, bidimensional como era, no tendría manera de valerse por sí misma en esta ciudad que le era completamente extraña, si es que había podido levantarse después de semejante golpe.

Durante varios meses me preocupó no saber cómo ocultar que ahora me faltaba gran parte de ella: procuré que la luz dentro de las habitaciones me diera siempre desde arriba; viví de noche con el afán de ocultar su ausencia. Evitaba las mañanas debido al temor que me daba exponerme así frente a todos. Me sentía ridículo andando por la calle con ese intento de sombra siguiéndome sólo la mitad de las piernas. Pero con el tiempo dejé de buscarla y dejé de ocultarme, porque sabía que de estar viva no necesitaría de mí y, en el mejor de los casos, ya habría encontrado alguna manera de cuidarse a sí misma. Por la noche, cuando esperaba que el cansancio me durmiera y no había más ruido dentro del cuarto que el de mi propia respiración, procuraba revisar entre las cobijas y sobre los muros, en caso de que, oculta entre la oscuridad, mi sombra me estuviera mirando.

iii

Volví a encontrarla, casi accidentalmente, a pocas cuadras de mi departamento algunos años después. Estaba recostada sobre el muro de una primaria, rodeada por todos los padres que habían ido a recoger a sus hijos. Ninguno de ellos estaba molesto, al contrario, las risas de niños y adultos, acompañadas de los aplausos de todos ellos, podía escucharse desde lejos. A decir verdad, cuando me acerqué, no sabía que me encontraría con ella, por lo que me extrañó verla así, sobre todo porque a mí nunca me habían gustado los niños ni el ambiente alrededor de ellos. Tampoco contaba con verla entreteniendo a la gente con un espectáculo de sombras chinescas tan mediocre: pasó la mayor parte de su rutina ladrando mientras hacía la figura de un perro con las manos; el demás tiempo lo gastó en adivinar cómo hacer la silueta de una mariposa.

Cuando terminó, esperé a que se dispersara la gente para acercarme. Saludarla y platicar sobre lo que nos había pasado era lo menos que podía hacer después de todo.

—Hola.

—Hola.

No había cambiado en lo más mínimo.

Me acerqué para tomarla del brazo, pensando que se arrastraría por la calle a falta de piernas, pero se soltó de inmediato y comenzó a caminar a mi lado, apoyándose en los muros. Casi me sentía como antes, incluso el silencio que pasábamos juntos era similar al que recordaba. Anduvimos así por la misma calle poco menos de una hora. Supuse que no hablaría sino hasta que se sintiera cómoda y así fue: comenzamos a platicar sólo hasta que comprobamos que no había nadie escuchándonos. Para ese momento, ya estábamos en su departamento.

El lugar era pequeño y estaba vacío, daba la impresión de estar abandonado y, como no había cortinas, entraba mucha luz por las ventanas. Había pintado las formas de una sala, un comedor y otro mobiliario sobre las paredes. Se apoyó sobre la silueta de un escritorio que estaba delineado bajo la ventana más grande del lugar y entonces habló. Mencionó detalladamente todo lo que había hecho desde que nos separamos y por fin pude distinguir su voz. Era más gruesa y pausada que la mía, parecía que hubiera aprendido a ser paciente por el mero hecho de separarnos o, al menos, que estaba escogiendo muy bien sus palabras. Hablamos durante horas, a pesar de que ya me había incomodado estar sentado en el piso, y en algún punto de la plática, recuperamos la confianza en el otro. Conforme nos poníamos al tanto de nuestras vidas, me percaté de lo diferentes que habíamos sido desde siempre.

Pronto terminó la tarde y en cuanto el lugar se llenó de sombras por completo, como si hubiera estado esperando, me pidió que me acercara.

—Ven —me dijo—, mira —y señaló una ventana al otro lado de la calle. Era un departamento completamente iluminado. Dentro, Minerva acomodaba algunos papeles sobre la mesa—. ¿Recuerdas?

No puedo negar que tuve una desilusión algo inesperada cuando vi a Minerva tan cerca y reconocí que los muebles del departamento en el que estábamos eran una imitación de la sala donde creció mi sombra por primera vez. La silueta de una televisión estaba pintada en una de las paredes y frente a ella la forma de un sillón se extendía a lo ancho, casi hasta alcanzar las paredes, simulando apenas la sombra del sillón original. Comprendí entonces que todas las figuras que había pintado en los muros eran imitaciones de las sombras, y distinguí ligeras deformaciones en los contornos. Algunos alargados en las esquinas, otros exageradamente anchos, algunos más demasiado largos: todos como si la única luz de la habitación viniera de la televisión. Observé con cuidado a mi sombra antes de decir cualquier cosa, pensando que tal vez debía convencerla de abandonar todo esto, pero en breve dejé de sentirme responsable de ella. Miraba fijamente a través de la ventana.

—Deberías olvidarte de todo esto y venir conmigo —le dije.

—Deberías olvidarte de todo esto y venir conmigo —respondió, tomándome del brazo, pero me solté enseguida, sintiéndome agredido por esa postura suya y me dirigí hacia la puerta.

Apenas podía distinguir su figura recargada en el escritorio, mirando hacia afuera, entre la oscuridad de la habitación.

—Ojalá recapacites —susurró, como si ya hubiera renunciado a todo lo demás—, ya sabes dónde encontrarnos.

—Ojalá recapacites —susurré antes de irme, pero sentí un profundo despreció por su manera de actuar.

Cuando salí del departamento, sólo pensaba en quitarme de encima lo que me restaba de sombra y en Minerva y, sin embargo, quería olvidarme de ambos. Que Minerva no supiera nada, sin importar que mi sombra la mirara desde aquel departamento abandonado por años, antes de decidir acercarse, era lo de menos, yo sólo quería alejarme. Quizá un día mi sombra podría caminar hasta ella de nuevo y Minerva podría recibirla bien, no lo sé. Pero ese día, después de caminar durante horas, pensando en olvidarlos y deshacerme de todo lo que me unía a ellos, llegué casa ya muy tarde y no pude dormir pensando obsesivamente en ambos. Y con la noche cubriendo la ciudad por completo, volví a buscar rastros de mi sombra entre las cobijas.

iv

La puerta era blanca y estaba decorada con una corona navideña repleta de verdes boscosos y un listón rojo de gran tamaño, como si estuviéramos cercanos al fin de año, pero el polvo acumulado en ella dejaba ver que más bien se trataba una muestra del descuido en el que Minerva tenía ese lugar. Me reconoció al instante y, sin preguntar nada, me abrazó y me invitó a pasar.

En realidad no esperaba que me tratara tan bien después de lo sucedido, pero me alegró ver que ambos pudimos dejar aquel incidente de mi sombra atrás y continuar con nuestras vidas. Hablamos algún tiempo sobre lo que habíamos hecho desde la secundaria. No sé si lo que hicimos en tanto tiempo era tan poco como parecía, pero tardamos poco menos de una hora en ponernos al tanto. Ella había tenido algunos problemas económicos, por lo que se mudó a ese departamento que algún familiar tenía desocupado y llevaba algunos meses buscando trabajo. No se había casado, pero una mala relación le ayudó a tomar la decisión de salirse de aquella ciudad para llegar a donde estaba ahora. Su vida había sido una sucesión de terribles obviedades y malas decisiones. Me pregunté si yo era parte de todo eso cada vez que me miraba sonriente y decía:

—En verdad me da mucho gusto verte —y se reía sin comprender cómo era posible que viviéramos en la misma ciudad. No sé cuántas mentiras tuve que inventar para justificar que la hubiera encontrado, pero apreció todas. Me dejaba notar en su forma de verme que no me creía en lo más mínimo, pero que tampoco importaba.

Reconocí la mesa donde la vi acomodando papeles y enseguida le pregunté si tenía algo de tomar mientras me sentaba justo enfrente de la ventana, en la ubicación exacta para dejarme ver desde el otro lado de la calle. Llegó con dos vasos y una botella de ron que dejamos a un lado antes de tomar siquiera un trago y nos besamos como si estuviéramos retomando lo de años atrás. La recosté boca abajo sobre la mesa y la desnudé con cuidado, tomándome mi tiempo para asegurarme de que, en el departamento del otro lado de la calle, mi sombra pudiera vernos. Una vez que los dos quedamos desnudos, le besé los senos y el abdomen, apretándola contra mí. Mordisqueé sus pezones. Y dejamos las cortinas abiertas toda la noche.

v

Pasamos juntos el día siguiente y, a pesar de todo, Minerva estuvo callada la mayor parte del tiempo. Cuando llegué a casa por la noche, la encontré destrozada. De cierta manera estaba contento y pude dormir bien, aunque todavía me preocupaba que mi sombra pudiera estar en algún lugar cercano, observándome en silencio. Me tomó un par de semanas ordenar todo de nuevo y, sin embargo, estaba de buen humor.

Minerva volvió a buscarme a los pocos días y continuamos viéndonos con cierta frecuencia. Cada vez que pasábamos la noche en su departamento, me aseguraba de que las cortinas estuvieran abiertas; y, cada vez que dormíamos en el mío, me tomaba unos minutos para revisar que mi sombra no estuviera ahí. Minerva cambió mucho en pocos días; la notaba desilusionada, a pesar de que nos divertíamos juntos. No pasó mucho antes de que notara que mi sombra estaba incompleta y me preguntara por el resto.

vi

—Hola —dije una vez dentro de aquel departamento sin luz, sosteniendo la mano de Minerva, en un intento por tranquilizarla: apenas podía ocultar su emoción.

—Hola —dijo mi sombra, pacientemente.

martes, 5 de abril de 2011

Fíjese, oficial

Pues los vecinos dicen que nunca dio indicios ni motivos, que de buenas a primeras, ¡pam!, unas llamas de más de dos metros de altura se vieron desde casi cualquier casa alrededor del parque, desde cualquiera de los juegos, desde la banqueta y, a pesar de los árboles que rodean la explanada, imagínese nomás. También se pudo ver desde la miscelánea de la viejecita, esa loca que siempre despide a sus clientes con una sonrisa horrible por eso de su dentadura, así, toda nicotinada y chueca, bueno, menos ahora que vio esa llama altísima y, por primera y única vez, le pidió amablemente a todos que salieran hacia allá, con otra sonrisa más honesta pero con el mismo color azufre.

Yo sé porque siempre compro ahí, de hecho estaba comprando ahí hace rato que pasó, y nunca me atiende con gusto esa señora y, lo que sea de cada quien, uno tiene que andarse aguantando porque ahí siempre huele chistoso, ya la conozco, desde el año pasado que empecé a ir con ella. La verdad no me siento muy cómoda, pero ya ni modo. Y, bueno, le decía que además un clarito diosaydios se repetía y se alargaba, y si no, se escuchaba un porfavormujerporfavor más largo todavía y feo, feo, doloroso, doloroso, y eso juntó a tantos chismosos como Dios -enelnombredelpadredelhijoydelespíritusanto-, una mujer y algo de fuego pueden juntar a curiosos y bomberos.

No, ella ya se fue desde hace rato, y qué bueno, porque le molesta mucho que rece. Me dice farsante, impostora.

Pues esos buenos dos minutos bastante escandalosos no pasaron desapercibidos, más bien trajeron varios mirones y fíjese que, aunque las sirenas de los policías ni siquiera estaban a punto de aparecer, los bomberos ya estaban paraditos, inmóviles, en la explanada, mirando cómo se terminaba de quemar el pobre hombre después de semejantes alaridos: con la quijada abierta, todo calcinado. Pero eso ha de ser porque los bomberos están aquí del otro lado del parque.

¿Su mujer? Desde que llegamos estuvo sentada en esa banca con un crucifijo en las manos, la doscaras.

No sé si fue que nos sorprendió la duración del fuego o que nos dio asco a todos, pero algo nos hizo permanecer como piedras con ojos por más de media hora, mirando cómo el fuego se extinguía poco a poco y las plegarias mudas de la seño se iban con el humo apestoso que salía de su ex marido; pero ella continuaba mirándolo, sin fijarse en nosotros y, de vez en vez besaba su cruz y seguía moviendo la boca con mucha discreción, como si le confesara algo a su pequeño Jesús, la hipócrita esa.

¿No le estoy diciendo que nadie hizo nada?

Claro que unos cuantos se acercaron a verla y, si recuerdo bien, no duraron más de unos segundos de pie porque la señora miraba a través de ellos, buscando el fuego con los ojos, como si las llamas le estuvieran hablando y, bueno, nadie soportó esa mirada confundida que no sabía cómo pedirle perdón a un crucifijo, que necesitaba, mire nada más, a Dios de carne y hueso para, a lo mejor, fíjese bien, a lo mejor, rogarle por la salvación de ambos, de ella y de lo que quedaba de él, pobre tonta. Bueno ahí estaba todavía la viejecita, ella se quedó al lado del cuerpo hasta que se apagó el fuego porque conocía al señor, ya le había hablado tanto de él doña Matilde.

Pues la del crucifijo, oficial, la rogona.

No, ella nunca fue violenta, agresiva, no señor, nunca; pero él sí, una que otra vez, o bueno, dos que tres, ya sabe, hasta que la muerte los separe y con eso de que unos golpecitos no matan a nadie, usted sabrá, oficial.

Viven aquí a la vuelta, bueno vive la seño, que Dios la cuide, ahí en el 23, pero no creo que haya sido premeditado como dice, además ¿cree que ella iba a poder traerlo hasta acá solita y contra su voluntad?, no, no.

Fíjese que yo la entiendo, yo también soy viuda por mérito propio.

No, no se crea, pero sí se me murió mi Tito hace un año y no podía dejar de verlo con esos mismitos ojos de adóndevas, pero yo nunca dije eso de perdóname ni déjameaquí ni mucho menos lo maté, porque ya sabía que esas cosas pasan aquí y ya no podía yo hacer nada, bueno ella tampoco, fue un accidente.

También quemado ahí en la plaza.

No, no creo que sea un asesino ni varios, esas cosas pasan por aquí muy seguido y nadie se ha quejado. Así es por acá. Nada más este año ya van como trece y ni uno ha sido denunciado, ni uno. Y si los denunciaran, uy.

No, pues, sería un notición, ¿no?

Digo, lo que pasa es que todos son, bueno, somos muy creyentes. Mire, por ejemplo, el bombero ese que no se ha movido, Jacinto se llama, bueno, ese perdió a su esposa en enero del año pasado, también así, como nosotras perdimos a nuestros maridos, yo un par de meses después –padreDiostodopoderosoquequitaselpecadodelmundo- y pues la seño también, nomás véala como está rezándole con todo al jesucito, la hipócrita esa, víbora doscarasperdónalos, señor-, él también tiene su altarcito para pedir por su mujer. Fíjese que, hasta eso, los bomberos respetan, ninguno apaga el fuego antes de que se muera el chamuscado, tienen miedo de que se la cobren con ellos, ese fuego no es de humanos, oficial. Aparte ya le dije que fue un accidente.

Que sí, fue un accidente, eso le pasa por pedir cosas a la ligera. Véala nomás, oficial, toda arrepentida, con su crucifijo ese en las manos y su déjameaquí, perdóname, nomás vio como nos acercábamos todos y perdóname, perdóname, la hipócrita esa.

jueves, 25 de noviembre de 2010

La espalda de una novela policiaca: el caso de El hombre que fue Jueves


“Au contraire. Ils en ont plus que jamais besoin parce que les

livres disent qu'il est en l'homme quelque chose de plus fort que le malheur." *

Damnificado haitiano

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) escribió El hombre que fue Jueves tras lo que el mismo consideró un periodo de depresión personal. Hacia finales del siglo XIX la sociedad inglesa flotaba en el remanso decadentista de la sociedad victoriana, y Chesterton no fue la excepción. Se respiraba en el aire el desengaño de Schopenhauer sobre la vida y la libertad humanas como meros espejismos que aseguraban la supervivencia del hombre en una cruel prolongación de la agonía de la existencia. A su paso por la Slade School of Arts como estudiante en artes, Chesterton llegó a su punto máximo de escepticismo: el solipsismo por el lado filosófico y el impresionismo por el estético lo condujeron a la desconfianza absoluta de la existencia misma de las cosas y del mundo entero. Como años después se supo gracias a su Autobiografía, hacia estos años la barrera entre sueño y vigilia se desvanecieron para él, no sólo como percepción de la realidad sino también en un plano simbólico con hondas implicaciones. Si la frontera entre sueño y vigilia se difumina, sólo quedaba un paso para que lo mismo sucediera con las herramientas intelectuales que configuran nuestra noción de realidad. Todo el arsenal intelectual se desvanece ante la idea de que sólo existe como invención de la imaginación humana, y de ahí el desconsuelo de ver caer los fundamentos idealistas de la filosofía moderna. En este momento de crisis del pensamiento occidental, la primera reacción fue de desazón y, en un nivel más angustioso, del temor de la locura del sujeto extraviado en la inmensidad del vacío. Ante lo que se presenta como sólidas identidades sólo se esconden apariencias y la amarga certeza del fracaso intelectual. Si consideramos que estas ideas afligían el espíritu de Chesterton cuando escribió El hombre que fue Jueves,podemos entender esta magnífica obra como la clave que resolvió el dilema existencial en el que estuvo sumido en este momento sombrío de su vida.

El genio de Chesterton dio con la clave de la paradoja, que sin duda se convirtió en la característica más identificable en sus textos y que más fue señalada por la crítica como rasgo principal de su técnica de composición. Señalada, aunque no comprendida del todo. No sin cierta ironía, Chesterton comentó que “los críticos eran casi por completo elogiosos a lo que les complació llamar mis brillantes paradojas, hasta que descubrieron que realmente quería decir lo que dije”. En la figura de la paradoja Chesterton cifró el “disfraz ideal de la verdad o del sentido común” (Siles, 117) que abría la posibilidad de una síntesis secreta oculta detrás de toda la ambigüedad caótica del mundo. El plan general de El hombre que fue Jueves consiste en efectuar ese transformación en el sujeto, en trasladar al protagonista, junto con sus compañeros de armas e incluso el lector, de ese estado de angustia ante el caos, de la pesadilla, a una reconciliación de los contrarios por medio de la paradoja, gracias a la mano invisible del enigmático y, más acertadamente paradójico, Domingo.

Al analizar la novela nos damos cuenta de que la paradoja permea toda la estructura que le da forma. Si consideramos, como habíamos dicho, que el plan general es la progresiva identificación por parte de los personajes de esas paradojas que subyacen y estructuran todo el relato, la novela arranca con la descripción de un ocaso londinense bajo el cual se encuentra el barrio de Saffron Park. Un ocaso sangriento, rojizo. En este escenario descrito como un lugar que “no sólo era agradable, sino perfecto, siempre que se le considerase como un sueño y no como una superchería” (Chesterton, 1976, 5) se lleva a cabo la presentación de dos personajes, enfrascándolos en una discusión sobre la naturaleza de la poesía: Gabriel Syme y Lucian Gregory. El primero, un autoproclamado poeta del orden; el segundo, un poeta del caos y anarquista confeso, acorde con el gusto chestertoniano por la paradoja. En este punto es donde queda clara la manera en que el inglés decide construir a sus personajes. Syme y Gregory son, antes todo, opuestos naturales, evidentes. Ante todo, cada uno se autonombra en términos sólidos: Lucian Gregory es el poeta fanfarrón identificado con el anarquismo político sólo en el discurso; Gabriel Syme, el hombre que fue Jueves, es el conservador y custodia del Orden, agudo en señalar las incoherencias de la ideología anarquista. Nada más llegamos a las primeras acciones, la novela cobra un aire fantástico en el que se empiezan a desestabilizar las identidades de los personajes. Lo que empieza como una discusión verbal toma un giro vertiginoso que mete de lleno la novela en la lógica de la novela policiaca: Syme resulta ser un detective-filósofo que suplanta a Gregory como representante ante el Consejo de los Siete Días para desarticular la célula anarcoterrorista. Lo que parecería una ágil movida de un detective astuto no es más que una apariencia que al poco tiempo es desmentida por la torpeza, o al menos heterodoxia, de los métodos de investigación de Syme. Pronto el juego de identidades se precipita al ritmo vertiginoso de una pesadilla fantástica. Los miembros del Consejo son personajes siniestros y enigmáticos. El más desconcertante es el presidente, Domingo, un hombre de dimensiones exageradas, que visto por detrás evoca un ser bestial y poderoso que poco concuerda con su cara que irradia una gracia angelical. Desde esta primera aparición, la figura de Domingo se va concentrando en un alto simbolismo.

Lo que antes Syme sentía como extrañeza en los otros miembros del Consejo se va descubriendo que son apariencias: como él, el resto de los miembros se van revelando como policías, todos parten de una misma división especial de la Policía encabezada por un incógnito jefe. Una a una, cada identidad se va desmintiendo como apariencia de otra, de manera más y más escandalosa. La trama sigue el crescendo, tan dramático como irónico, de una pesadilla cada vez más opresora, cada vez más sofocante que descubre que todo el Consejo, menos Domingo, claro, está compuesto por policías. Los policías ahora aliados se conjuran contra el presidente, más que para capturarlo, para saber quién o qué es. Para rematar esta farsa de Consejo, Domingo huye de sus perseguidores no sin antes lanzar su voz profética:

    Oigan ustedes lo que les digo: antes descubrirán el secreto del último árbol y de la nube más remota, que mi secreto. Antes entenderán ustedes el mar: yo seguiré siendo un enigma. Averiguarán ustedes lo que son las estrellas: no averiguarán lo que soy yo. Desde el principio del mundo todos los hombres me han perseguido como aun lobo, los reyes y los sabios, los poetas como los legisladores, todas las iglesias y todas las filosofías. Pero nadie ha logrado cazarme. (Chesterton, 1976, 186)

Antes de saltar por el balcón donde se celebra el Consejo, Domingo lanza otra ácida noticia: él también es el jefe de policía que los ha enrolado a todos. En este punto de la narración cae toda la lógica causal del argumento: Domingo crea un cuerpo especial de la Policía cuyos detectives se infiltran en una célula anarcoterrorista también organizada por Domingo. Los Seis perplejos sólo atinan en aprehender al Inasible en una persecución llena de acción, que incluye carruajes, carro de bomberos, un elefante y al final un globo aerostático. En la persecución Domingo incluso se divierte lanzándoles falsas pistas.

Empecinados en alcanzar a su burlador, los Seis siguen al globo por la campiña. La larga travesía por abrojos destruye sus ropas y carnes y los sume en la meditación conjunta. Cada uno ensaya una razón que explique el enigma de Domingo. Considerando el código moral católico de Chesterton, esto tiene una clara significación de penitencia. Cuando coinciden en relacionar a Domingo con la Naturaleza, el globo desciende. Inmediatamente los Seis son conducidos a una recepción, una fiesta de disfraces en la que se representa el Universo todo en frenesí. Los Seis son ataviados de acuerdo con la alegoría de su día respectivo, según la cosmogonía del Génesis. Domingo se presenta ante ellos como la Paz de Dios: “Permanezcamos juntos un rato, ya que nos hemos amado tan dolorosamente y tanto nos hemos combatido” (Chesteron, 1976, 213) En este último encuentro acude también Gregory, Satán que es el único y auténtico Anarquista. Ante la calumnia de Gregory, Syme finalmente comprende su situación, de sujeto que transita entre dos polos según el diseño divino. Al querer corroborar su conclusión con Domingo, éste se distiende y se pierde en la inmensidad del Cosmos, desde donde resuena la sentencia cristológica como última huella de Domingo, “¿Podréis beber en la copa en que yo bebo?”.

La genialidad de Chesterton sigue a continuación de este eco que retumba, el narrador nos guarda una última sorpresa: toda la novela ha sido un sueño profundo de Syme, que despierta paulatinamente y plácidamente; no obstante la revelación metafísica queda en el sujeto, y por última vez tenemos otra paradoja: la experiencia del sueño como una experiencia más simbólica que la de la vigilia, que trasciende en los códigos ético y moral del sujeto con más intensidad que la reflexión en “perfecto estado de consciencia”.

Y de ahí la relevancia del subtítulo de la novela: El hombre que fue Jueves. Una pesadilla. La estructura general de la obra está enmarcada en un sueño de Syme en el que lo vemos transcurrir junto con sus compañeros de armas por esta aventura metafísica. Si antes de la revelación final el sueño era una auténtica pesadilla por lo dramático y angustiante de los episodios, esto es alegoría de la persecución de la razón humana por descubrir las leyes absolutas del Cosmos, una empresa que ciertamente tiene los riesgos de convertirse en una pesadilla. Ya lo decía Goya.

El hombre que fue Jueves, claramente, no es una novela policiaca convencional, pues a pesar de que pueden ser identificados varios elementos del relato policiaco (como la investigación, el suspenso y la intriga de un misterio, inclusive a un detective como el personaje central), falta una de las premisas principales de la novela policiaca: el crimen. En todo caso existe la amenaza de un ataque terrorista que pretende asesinar a dos mandatarios y que es indispensable como motor para la trama de la investigación. Sin embargo, la novela se aleja considerablemente del canon detectivesco al vincularse con los relatos de aventuras, los fantásticos o la disertación filosófica. Y se aleja de los lugares comunes del género debido a una propuesta estética que, puesta en boca de Syme hacia el final, resulta ser la poética de la novela:

    “—Óiganme ustedes —exclamó Syme con énfasis desusado— ¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás, por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo por enfrente!” (Chesterton, p 202)

Dicho de otro modo, todas las situaciones, los personajes, los debates, están conformados por una dualidad, son una confrontación que los exhibe como una entidad que se prolonga sin excluir sus partes: la espalda de Domingo, por monstruosa que parezca en un principio, junto con la cara casi benevolente que la acompaña, forman el mismo cuerpo; Gregory es un anarquista que defiende la misericordia, la mansedumbre y el amor al prójimo en el discurso de candidatura por el puesto de Jueves, etc. Y es gracias a esta cualidad de ambivalencia que la investigación que pretende detener el ataque contra los mandatarios termina por ser estéril, que los resultados que arroja son más confusos que esclarecedores y que la novela esté plagada de sorpresas y reflexiones sobre la existencia o la certeza de las cosas.

Gabriel Syme vive en una constante duda porque, detrás de cada objeto que se le presenta, está oculta una faceta opuesta a la que muestra inicialmente. Porque detrás de la máscara del marqués hay un inspector que no planea un bombardeo sino su propio escape y, detrás de la organización anarquista que se supone el Consejo de los Siete Días, hay una organización de la policía planeada por el mismo Domingo.

Entonces, cuando por fin se revela la identidad del hombre inmenso que lidera el Consejo, se puede comprender que el hilo conductor que une todas las revelaciones proviene del mismo personaje que ha orquestado estos juegos de desengaño, de quitar máscaras a las cosas o, mejor dicho, de volver las cosas hacia uno para mirar al mundo de frente y coincide con la reflexión que el mismo Chesterton hace años después en el Libro de Job:

“[…] Dios aparece al final no para responder los enigmas, sino para proponerlos. La negativa de Dios por explicar su diseño es en sí misma una indicación abrasadora de Su diseño. Los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones del hombre” (Chesterton, 2000b, 175-176).

Y esto revela mucho más que las cualidades de este personaje o las implicaciones de una trama que se ha obstinado en tratar aspectos metafísicos: la novela misma parece las espaldas de una novela policiaca a la que hay que tomar en algún momento por el frente, para dejar de percibir sólo a un detective inútil, una investigación que revela más dudas que respuestas o la ausencia de un crimen y comenzar a suponer que esos elementos son también, un filósofo intuitivo y perspicaz, una motivación a las preguntas sobre Domingo y el orden del mundo planteado por Chesterton y un detonante que motivó la intriga, respectivamente. El mismo Chesterton dice: “Pero no sólo es necesario esconder un secreto, también es necesario tener un secreto, y que este secreto sea digno de ser escondido.” (Chesterton, 1985).

A diferencia de los relatos detectivescos de Poe o de Conan Doyle, en los que la presencia de un narrador/personaje que relata los eventos y nos deja ver gradualmente cómo se devela un misterio, en El hombre que fue Jueves, Syme es el gran testigo de un mundo de caretas que, lejos comprender lo sucedido, pierde toda la confianza en él y sus personajes, en parte porque carece de aptitudes deductivas o analíticas y confía plenamente en la intuición poética. Confía cuando confronta al doctor Bull, cuando revela su identidad ante Gregory. Queda en claro que es un sujeto con buena voluntad y disposición, pero sin método, al provocar el duelo con el marqués. Y así sucesivamente.

Borges, gran lector y reivindicador de Chesterton, comenta, además de que en su caso “tenemos a un hombre de genio y… reducirlo a católico es una injusticia” (Borges, 2005, p 100), que en sus relatos policiacos “No se sabe muy bien qué pasa con ellos [los criminales], ya que lo importante es el enigma; la solución ingeniosa de ese enigma”. Esta aseveración describe no sólo la manera en que están elaborados los relatos detectivescos del Padre Brown (aunque nace de la lectura que hace Borges de ellos), sino que describe el estilo de Chesterton. Es decir, en El hombre que fue Jueves, Chesterton profundiza con mucha más libertad en las complicaciones propias del enigma, que en las descripciones de los personajes o del crimen. Sustenta la tensión del relato en las posibilidades que pasan por la mente de sus personajes y no en el crimen, menos en el supuesto criminal.

En el mismo texto, Borges menciona otras dos características propias de Chesterton: la propuesta de una posible solución mágica para sus enigmas y lo novedoso de su narrador dentro del género, ambas características manifiestas en la novela. Probablemente los ejemplos más claros al hablar de “posibles soluciones mágicas” sean la sugerencia de que el profesor De Worms, con la edad que le suponemos en el momento de la persecución de Syme, sea capaz de dar alcancé al poeta sin ningún tipo de complicaciones y logre entrar al bar del puerto todavía con la calma y los ademanes adecuados al viejo que suponemos que es; y la desaparición de Domingo, al final de la novela, avalado por su propia divinidad. Sin embargo, al terminar de leer cada uno de estos pasajes, descubrimos lo sencillo del problema: De Worms es Wilks disfrazado; Domingo desaparece, se expande ante los ojos asombrados del Consejo de los Siete Días, pero todo ha sido un sueño. Por otro lado, lo novedoso del narrador radica en lo impersonal del mismo. Chesterton prefiere no valerse de una relación empática que acrecenté la imagen de un detective inteligentísimo y por demás ingenioso, que es visto por su colega con admiración, sino reflexionar constantemente sobre la naturaleza de los objetos y de los sucesos dentro de sus relatos. Después de todo, ¿qué relevancia podría tener la exaltación de las cualidades y virtudes humanas de alguno de los personajes, cuando se abordan temas que le son mucho más importantes al autor?

A grandes rasgos, podemos decir que Chesterton propone una inversión de la poética policiaca gracias a la manera paradójica que tiene de representar el mundo: el detective intuye y confronta antes que investigar, el crimen debe ser detenido antes que resuelto, el misterio se revela por el supuesto criminal.

Chesterton deja algo en la mente del lector, además de su humor de contradicciones y exageraciones: después de todo, el Hombre puede encontrar un optimismo frente a la vida dentro de la muerte, es decir, puede pensar que la muerte es un impulso vital y la única certeza que da forma y sentido a la vida.


En colaboración con Sebastián Gómez Saldívar


*Al contrario. Los libros son más que nunca necesarios, porque los libros dicen que el hombre es más fuerte que cualquier desgracia.


    Bibliografía:

    Borges, Jorge Luis & Ferrari, Osvaldo. En diálogo II. México: Siglo XXI editores, 2005.

    Chesterton, Gilbert Keith. El hombre que fue Jueves. Alfonso Reyes, trad. Barcelona: Editorial Planeta, 1976.

    --------. “Cómo escribir una historia de detectives” en Teorías del cuento II. La escritura del cuento. Lauro Zavala, ed. México: UNAM, 2008.

    Siles González, Ignacio. A la fe por la duda. Una lectura metafísica de la paradoja en El hombre que fue Jueves de G.K. Chesterton. Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, XLIII (108), enero-abril 2005, pp 111-119.

lunes, 11 de octubre de 2010

Julián Garza o absurdo #1

– La fama de mi condición se había extendido a lo largo de la ciudad en unos cuantos meses, incluso se divulgó a nivel nacional tan rápidamente que el día de hoy estoy esperando a un reportero interesado en mi caso. Mi enfermedad es rara. Lo sé. Me gusta llamarle narrativitis, pero mi doctor insiste en que es imposible que se me inflame la narrativa, que a lo mucho se me podrá inflamar el estilo o algún elemento retórico, pero no la narrativa en sí, de eso dice estar ciento por ciento seguro. Así que él prefiere llamarle egotitis literaria y argumentar que no hay nada raro en mi estado de salud más allá de un poco de flujo nasal y la acostumbrada verborrea, que este repentino brote de habla estilizada y, sobre todo, recargada no es más que una obvia necesidad de reafirmación de mí mismo en sociedad ante el fracaso de mi obra literaria y una lastimera petición de ayuda; pero, a fin de cuentas, no es su área como gastroenterólogo y me resultaría más provechoso ver a un psicólogo o a un neurolingüista en la mejor de las situaciones. El caso es que hace un par de días recibí la llamada de un tal señor Portales, Humberto Portales. El señor, reportero de oficio, llamó interesado debido a que llegó a sus oídos una mención de la más extraña de mis costumbres y los particulares síntomas de mi enfermedad que, por raro que parezca, se han extendido más allá del lenguaje oral hasta el campo de lo escrito. Es decir, esta necesidad de expresarme a manera de relato no sólo se ha hecho presente en mi habla, sino que ahora cargo con sus consecuencias en el más ínfimo texto, desde la lista de víveres hasta las cuentas de la quincena. Por eso mi costumbre –de la que se enteró el señor Portales – de cuentificar cualquier suceso, por tonto que sea, al grado de haber llenado un par de libreros con relatos de mis idas al baño, mis subidas de escaleras, cómo almuerzo, etcétera, que aparte de ser numerosos han caído en un autoplagio evidente, en un estilo reiterativo y, casi podría asegurarlo, en malas imitaciones de autores contemporáneos de habla hispana. Alguna vez escribí “escribo que pienso seguir escribiendo hasta que deje de pensar que podría seguir escribiendo lo que pienso mientras escribo de aquello que me ha hecho escribir lo que pienso. Y también me veo narrando ya que escribo los pensamientos que he escrito porque debía narrar los escritos que escribí cuando no hablaba en el momento en que quería narrar lo que estaba pensando de lo que escribí que escribiría por no hablar sino escribir lo que quería narrar cuando escribí que pensaba escribir lo que pienso”. Por eso me llamó Humberto. Suena el teléfono.

– ¡Suena el teléfono!

–Grita a lo lejos Carla, mi esposa. Ya voy, contesto. Buenas tardes…Así es… Muy bien, acá lo espero. Pronto llegará… Alguien toca el timbre.

–¡Llaman a la puerta!

– Insiste mi esposa y regresa a nuestra habitación. Sí, yo atiendo, contesto, es para mí. Camino por el pasillo rumbo a la puerta con lentitud. Aun así, llego pronto hasta ella y justo antes de abrirla pregunto con cierta ansiedad “¿Quién es?” a sabiendas de que contestará el señor Portales.

–Si ya sabe que soy yo y que puedo escucharlo ¿por qué no abre la puerta?

– Dudo por un momento si debo abrir la puerta, sin saber todavía el nombre de quién llama a la puerta.

– Soy yo, Humberto, Humberto Portales.

– Responde sarcásticamente y a gritos desde el otro lado. Pienso si habrá sido buena idea aceptar la entrevista, mientras abro la puerta y le invito a pasar.

– Cuando piense, piense, no hable en voz alta, resérvese sus ideas, por favor.

– Me dice mientras pasa el umbral vestido con un ridículo traje marrón que no hace más que evidenciar la falsa cortesía contenida en la mayoría de los reporteros. Casi parecieran estar hechos de mierda él y su traje; lleva también un portafolios espantoso, maltratado, de muy mal gusto, que hace juego perfectamente con el atuendo; de las orejas salen vellos canosos y las arrugas sobre su vieja piel muestran un avanzado deterioro por la edad, tal vez unos sesenta y cinco años mal vividos. Cortésmente le invito a pasar, con una sonrisa en la boca y le digo “Adelante, al fondo del pasillo está el comedor o, si prefiere, podemos pasar al desayunador del jardín. Donde usted guste, en verdad.”

– Cortésmente, hijo de la chingada.

– Refunfuña y opta por el jardín.

– Mire, en verdad me parece interesante su caso, pero no estoy dispuesto a seguir con esto si las faltas de respeto y los insultos continúan.

– Plantea con seriedad. Lo pienso y accedo de inmediato a su petición que parece bastante prudente. Muy bien, procuraré moderar mi lenguaje, acepto con toda la sensatez de que soy capaz. Mientras Humberto me agradece pasamos al jardín. Al dar los primeros pasos sobre el verde y bien cuidado césped, se respira un aire de quietud que, espero, se mantendrá a lo largo de la entrevista. La mesa se ve limpia al igual que las sillas que le rodean. Lo invito a sentarse para dar inicio a la entrevista.

– ¿Podemos comenzar?

– Dice mientras se acomoda en mi silla y hago un sutil gesto para dárselo a entender al bruto.

– Haré oídos sordos a esa muestra de inmadurez. En verdad, no veo la necesidad de discutir sobre el asiento.

– Está bien, en verdad, no se preocupe, respondo con suma hipocresía –espero no lo perciba –, adelante con la entrevista. Saca una grabadora del bolsillo derecho del saco y una libreta y una pluma de su portafolio.

– Primeramente, me gustaría que nos diera su nombre completo, ya que, si bien usted es un hombre famoso por su condición, la fama de su enfermedad es más grande que la de su nombre. Por favor díganos ¿Cómo se llama y a que se dedica?

– Julián Garza Velasco es mi nombre, contesto con firmeza, y me dedico a escribir, a relatar todo lo que pueda y deba ser contado. Un tanto lo hago con la voz y otro tanto con las letras. Me gusta pensarme como un vocero de lo cotidiano. Ya sabe, lo mismo de todos los días, pero lo interesante. Por ello es que no escribo tanto a manera de trabajo.

– Sí, estoy seguro que su creatividad no diezma su producción artística, sino que su materia prima lo que le pone trabas a la hora de escribir.

– Dice con una honda sensación de orgullo y satisfacción el malparido.

– ¡Óigame hay un límite!

– Eso mismo digo yo, repongo.

– Mire… podemos terminar con esto de buena manera, no hay necesidad de agredirnos ni de buscar pleito con el otro ¿Está bien?

– Bufa, como un toro malparido en celo, con su enojo retenido en el interior de esos cachetes que más parecen belfos. Perfecto. Continúe, por favor. Sonrío.

– Sabemos que lleva ya un tiempo sufriendo de esta enfermedad que aún no es nombrada y que han surgido varios posibles nombres como verborrea crónico-retórico-degenerativa, expositivismo verbal, palabrismo. Pero la gente quisiera saber si usted le llama de algún modo y si es un caso aislado o conoce a más personas que padezcan de males similares.

– Pues mira, Humberto, cruzo la pierna elegantemente al iniciar con la respuesta, si había pensado en eso del nombre, pero creo que no me corresponde a mí dárselo. Además, narrativitis corre el riesgo de sonar ridículo. Respecto a la segunda parte de tu pregunta, debo decir que no es este un caso aislado, pero si sui generis. Es decir, mi tía ya había presentado una obvia tendencia a versificar sus pláticas, pero pasó de lo incomprensible de la poesía contemporánea a lo incomprensible de la barroca y, al fin, de la surrealista. Su esposo decidió que la mejor salida era mantenerla bajo arresto domiciliario, por decirle de alguna manera, pero mi tío comenzó a ensayar todo lo que decía al poco tiempo. Arguyó principios lógicos indiscutibles en temas como el color de la leche o el amanecer; pasó por el ensayo sociológico, provocado por la televisión y su exposición a la radio y demás medios de comunicación; de aquí al ensayo político, en el que ahondó como radical incendiario y, como obvia consecuencia –digo con un cierto tono que denota lo inevitable del hecho-, fue silenciado, sospechamos, por gobernación. Mi tía, al saber esto, se suicidó poéticamente dentro del mar. Pensamos que la transmisión de la enfermedad había concluido ahí, pero al poco tiempo comencé a presentar síntomas narrativos, digresiones, anagnórisis, comparaciones, alegorías, prosopopeyas, etcétera. E ineludible fue el destino de mi esposa, quien también contrajo el mal. Ahora no sale de nuestro cuarto sino la llaman a escena y casi todo lo que hace debe ir acompañado de música, movimientos corporales exageradísimos que, si bien contrajo la enfermedad, ésta no venía acompañada de aptitudes histriónicas, a saber. Concluyo… Noto que los bufidos que habían quedado atrás han vuelto en espasmos más rápidos y fuertes, el color de su cara se torna rojo y sus ojos parecen dispuestos a abandonar sus cuencas para asesinarme. Espero que diga algo, lo que sea.

– ¿Me está diciendo que esto es contagioso, que usted lo sabía y aún así acepto llevar a cabo la entrevista sin advertirme de esto?

– Grita en un arrebato furibundo y espera mi respuesta mientras el crujir de sus dientes suena por encima de mi respiración intranquila. Así es, contesto con un breve aliento, es viral –¡Auch! –. Repentinamente me veo interrumpido por un golpe en la mitad del rostro, un viejo y arrugado golpe seguido de –¡Auch! –y otro –¡Mpf! –. Caigo al piso un poco aturdido, pero con la lucidez suficiente para contestar la agresión y gritarle “pega más duro la campaña de Patricia Mercado, maricón mal vestido”. Por su parte, el afeminado enardecido gime y tira golpes a discreción –¡Ungh! –, como mujer ultrajada –¡Agh! –. No consigue hacerme mucho daño, pero los alaridos siguen y damos numerosas vueltas sobre el pasto: una y otra, para acá y para allá hasta que nos detiene la mesa. Por la fuerza con que nos estrellamos en ella, rompemos el cristal de la mesa escandalosamente.

– ¿Están bien?

– Pregunta Carla desde la ventana de la sala. Al vernos pelear, corre al estéreo y pone Fortuna Imperatrix Mundi, mientras grita desaforadamente y, fuera de tiempo y con muy mal gusto, entra en escena corriendo alrededor de nosotros, después finge separarnos y, ante su fracaso, no sin emitir un suspiro sobreactuado de desasosiego y resignación, se desvanece. Que drama tan innecesario, pienso. De súbito, Portales se detiene y, con un semblante calmado, totalmente diferente, se levanta, se sacude y me ayuda a levantarme.

– Olvidemos la pelea, debo irme.

– Comenta.

– Es mi deber mencionar que la atención que me ha brindado, aunada a la descortesía y la rareza de su esposa, han hecho de la entrevista una experiencia insufrible. En verdad, prefiero olvidar lo sucedido y retirarme mientras aún tenga un escaso vestigio de dignidad en mi ser. Por lo demás, su estilo es poco consistente y poco original, por lo que resulta de lo más inverosímil y burdo, abundante en ripios,

– Continúa.

– Incoherente dada la diégesis planteada al entrar en esta casa. Incluso ante los embates de cuentos mal estructurados y sin fundamentos no había sentido semejante repudio por una trama, por un argumento tan soso, tan cursi. Mi portafolio y mis notas, si me hace favor.

– Solicita mientras sacude el polvo de su asqueroso traje. ¿De que hablas, maldito vividor? Pregunto extrañado.

– Esto no se verá bien en el artículo. La gente leerá qué clase de persona es usted, qué pueril es su obra. Yo me encargaré de eso.

– Concluye mientras abandona mi casa. Yo, por mi parte, parado junto a mi esposa desvanecida en sobreactuación, le grito “Haga lo que quiera, mojón trajeado” y lo veo partir.

– ¡Ya cállese, imbécil!

– Grita. Después sale y azota la puerta.

domingo, 22 de agosto de 2010

Fogata

Desde su habitación hasta la cocina, caminó livianamente. Un paso primero, luego otro, sin prisa, envuelta en llamas. Sus pasos eran cortos, como los de hace muchos años, pero el ritmo parecía fatigado ahora.

Desayunamos en silencio, salvo por el ruido que hacía su ropa al quemarse, hasta que papá tosió con brusquedad.

− Abre la ventana y la puerta, ¿sí? -me pidió Lucía, enseñándome sus manos envueltas en rojo y amarillo, mientras observaba cómo su ropa caía al piso hecha ceniza, algo triste todavía.

El humo comenzó a salir de la cocina, pero el olor permaneció largo rato a pesar de todo. Siempre ha sido un olor dulce el suyo, como el de la canela tostada.

Papá todavía la consiente como a una niñita; me he cansado de decirle que ya no debería comprarle toda esa ropa, que no es deshechable, que día con día tiene que aspirar el camino entre su cuarto y la cocina, pero es igual de terco que ella.

− Deberías dejar de usar ropa, Lucía, no sé por qué te obstinas.

− Deberías dejar de decirme eso si sabes cómo soy.

− Deberías dejar a tu hermana si ya sabes cómo es –papá hablaba poco y casi siempre era para terminar discusiones tontas como ésta.

Aprendimos a no quejarnos de la humareda que emana de su cuerpo casi instintivamente a los pocos días de que le naciera la flama entre los dedos de los pies, y a subsanar todas las carencias que el incendio constante en que se le convirtió nos había provocado con el paso de los años. Todavía desayunamos en silencio, excepto por el aire crujiendo alrededor de Lucía, como si fuéramos a interrumpir alguna música imperceptible, quizá su combustión perpetua y acompasada.

Mi hermana comenzó a arder una mañana mientras dormía con papá, a sus siete años. Quemó la colcha y el par de almohadas con las que quisimos apagar sus dedos; calentó el agua en la que le sumergimos los pies; corrió en el patio por horas mientras nos deshacíamos de los muebles, las cortinas, la alfombra, y cuando se percató de lo que faltaba, de por qué nos deshicimos de ello, bajó la mirada hacia el suelo donde unas pequeñas manchas ennegrecían los pasos que dejaba, frunciendo el rostro para no llorar. Estuvo encerrada en su cuarto varios días mientras sustituíamos la alfombra por losetas frías e incombustibles, sin que nadie se lo pidiera y, también sin que nadie se lo pidiera, quemó las cortinas de su cuarto y llenó de tizne las paredes.

− ¿Quieres algo más? – le pregunté. No ha dejado de vernos como si tuviera que agradecer que sigamos con ella, especialmente a mí.

− No, está bien así.

Los vecinos tardaron algunos días en enterarse del fuego de Lucía, pero inmediatamente después de saber de qué se trataba, comenzaron a hablar de ella. Los rumores se propagaron con rapidez y tuvimos que irnos de la ciudad para no exponerla al trato hostil de la gente.

Al término del primer año, el fuego apenas le había cubierto los pies y se aproximaba a los talones lo suficiente para dejar a un lado los zapatos y los vestidos largos y sustituirlos por bermudas y pies desnudos, pero ya nos había obligado a mudarnos varias veces. Algo de felicidad le regresó en cuanto descubrió los bombones quemados.

−Abre otra ventana, por favor. No se va el olor.

El aroma que deja Lucía es inconfundible y persistente, no importa cuántas ventanas abra ni cuánta ropa queme. Además, ahora lo disfruto bastante. No quisiera que un día dejara de oler así la casa, aunque tarde o temprano suceda.

− No te preocupes, no pasa nada.

A sus dieciséis, con el fuego amenazando con proseguir el camino hacia arriba desde las rodillas, preocupados por una abrupta aceleración que le cubrió la mitad de los muslos en cuestión de días, le sugerimos olvidarse de la ropa por completo, por primera vez. Pasó poco tiempo antes de que accediera y casi dejó de salir de la casa, pero aún daba caminatas largas una que otra noche, simulando un pequeño sol noctámbulo.

Desistimos de cuidarla prematuramente, sobre todo a sabiendas de que cada lugar tiene gente distinta que tiene que acostumbrarse a uno y a la que hay que acostumbrarse también. Ya habían pasado suficientes cosas para que entendiera que no debía quemar nada por capricho, sin embargo, los nuevos vecinos la hostigaban casi tanto como todos los anteriores y, después de hartarse de tratarlos bien hipócritamente, estuvo a punto de incendiar varias casas durante sus caminatas nocturnas. Afortunadamente, regresaba a la casa sin haberlo hecho, al menos la mayoría de las ocasiones.

− Abre otra ventana, por favor, hazle caso a tu hermana.

Excepto por ella, todos en la familia somos bastante altos, robustos. A través del fuego, se percibía que su cuerpo era el de una adolescente desarrollada casi por completo, al menos hasta que cumplió los veintiséis años, cuando las llamas habían alcanzado a cubrir sus senos. Su rostro aún poseía re caminar asgos infantiles; ahora apenas puedo distinguir ciertos detalles de su cara, su nariz delgada, la forma del cráneo. Nada más. Ya pasaba de los treinta años y apenas se habían ensanchado su cadera.

Al igual que papá, nunca esperé que la gente se aburriera rápido de ella o que, fuera por el motivo que fuera, dejaran de buscarla, de tomarle fotos, de señalarla. Como si una pequeña de pies incendiados y correlones no fuera una noticia inagotablemente morbosa. Por lo mismo, durante años nos dedicamos a buscar una casa que guardara cierta distancia con relación al poblado más cercano a ella, pero la encontramos cuando ya había perdido importancia, cuando ya todos conocían a mi hermana y hasta se habían olvidado de ella. Ahora descansamos la mayor parte del tiempo.

− Con permiso –acabamos de desayunar igual que todos los días, pero a Lucía cada vez le cuesta más trabajo desplazarse por su propio pie.

Han transcurrido algunos años desde que notamos que está disminuyendo de tamaño. Sus brazos adelgazaron mucho en este tiempo, incluso ha perdido algunos centímetros de estatura y partes de su cuerpo ahora brillan como brasas. Se está agotando, pero hablamos poco de ello y sólo esperamos. Ya huimos demasiado.